30 de septiembre de 2010





— ¡Eh!
— ¡Eh! —dijo cansinamente el moreno.
—Hace mucho que no hablamos.
— Ya…
— ¿Dónde has estado?
— Por ahí, ya sabes….
— Claro…—contestó la chica al otro lado del teléfono — Quiero verte.
— Pam, no creo que sea buena idea.
— ¿hay otra?
— ¿Pero que dices? Simplemente creo que deberíamos darnos algo de distancia…
— Hay otra.
— No. De todas formas, te tendría que dar igual, tú y yo no somos nada.
El chico empezaba a irritarse. Odiaba aquellas situaciones, aquellas en que la otra persona se ponía insoportable preguntándole cosas que no eran de su incumbencia y dando por hecho otras. ¿Acaso no sabia que para dejar algo no tiene por que haber otra persona en medio? Y, de todas formas, ellos no tenían nada. Simplemente había sido un rollo de… unas semanas, nada más. Podía escuchar como la respiración de la chica al otro lado del teléfono se entrecortaba.
— Deja de llorar. Sabes que no lo soporto.
— Pues dime la verdad — dejó escapar un suspiro — El otro día una chica pelirroja entró en el bar a tomar algo con su amiga mientras yo estaba haciendo mi turno. Ambas empezaron a hablar de un chico. Y pude ver como se le iluminaba la cara.
— ¿Y…? ¿Qué me quieres decir con eso?
— Pues que casualmente la descripción detallada que dio, era exactamente como eres tú.
— Habrá miles de tíos como yo que conozcan a una pelirroja, eso…
— ¡No lo entiendes! No hay tíos como tú. Los habrá, pero no aquí. Da igual, vete con tu pelirroja.
— Pero que yo…— pero al otro lado el teléfono había sido colgado con un golpe sordo—…no tengo ninguna pelirroja.
Tiró el móvil encima de la cama y se acercó a la ventana.  Al estar el piso situado en la zona céntrica, lo único que había en la calle eran coches y gente volviendo a sus casas después de un duro día de trabajo.
Se quedó pensando en la conversación que había tenido con Pam. Odiaba que las cosas terminaran siempre de aquella manera. ¿Pero que le podía hacer él? No aguantaba mucho tiempo en relaciones, y de todas formas, todas las chicas sabían que no eran novios, así que no entendía los lloros que se traían estas cuando les decía que necesitaba espacio.
Pero había algo de la conversación que le había dejado pensando. ¿Quién era la pelirroja que estaba hablando de él? ¿Sería…? No, no podía ser. Hace unos días, Samantha y él no terminaban de congeniar y, por las miradas furibundas que ella le lanzaba, dudaba que hubiese sido ella a la que se le hubiese iluminado la cara cuando hablaban de él.
Cogió el móvil de nuevo y marcó un número.
— Hola…
— ¡Ey!
—…has llamado al móvil de Samantha, en estos momentos no puedo cogértelo, así que inténtalo más tarde o déjame un mensaje e intentare llamarte luego. Gracias.
Pudo imaginarse aquella sonrisa que ponía ella cuando intentaba ser amable con alguien pero no le salía. El pitido del contestador le interrumpió. Ya era demasiado tarde para colgar.
— ¡Eh! Soy yo, Nate. No sé muy bien porqué te he llamado, pero me imagino que estarás muy ocupada con tu querido violín. Así que…ya hablaremos, finolis.
Colgó, sintiéndose un poco imbécil por el mensaje que había dejado.
Nada más dejar el móvil encima de la encimera y dirigirse a la ducha, este comenzó a vibrar.
— ¿Si? —contestó el chico de ojos azules.
— ¡Eh, tío! Hace mucho que no sé nada de ti. ¿Te apuntas a una graaan juerga esta noche?
— ¿Dónde?
— Donde siempre, piltrafas. Habrá polvo…en los dos sentidos.
— Debutis. En un rato te veo.

29 de septiembre de 2010




Seis de la tarde. El sol estaba ya bastante bajo, dentro de poco empezaría a anochecer.
Fuera solo se escuchaba el grito de los niños que jugaban al balón después de un largo día de colegio. Dentro, las dulces notas de un violín llenaban el lugar, transmitiendo una sensación de paz y tranquilidad. Pronto, la dulce melodía fue interrumpida por unos golpes en la puerta.
A regañadientes, Samantha dejó el violín encima de la cama, y bajo descalza a abrir la puerta. Estaba dispuesta a cerrar la puerta casi nada más abrirla, así que más valía que quien quiera que fuese el que estuviese fuera se diese prisa.
Cuando abrió la puerta, se quedó petrificada en el lugar. Sus ojos estaban abiertos como platos, al igual que su boca, la cual tenía voluntad propia para mantenerse abierta y por más que la chica intentará cerrarla no podía.
Él. Él estaba allí fuera. Con un ramo de rosas rojas más grande que había visto nunca. Pero lo mejor de todo no era el ramo, sino el hecho de que el chico estaba vestido con traje y peinado con la raya a un lado, arrodillado en el suelo.
— ¿Quieres ser mi novia especial y cariñosa?
La chica se miró de arriba abajo. Si hubiese sabido lo que la esperaba a las puertas de su casa, lo más probable es que se hubiese arreglado un poco en vez de bajar en pijama y con un gran moño despeinado. Antes de que pudiese seguir pensando como hubiese bajado, el chico la interrumpió.
— Estás preciosa, no te preocupes. ¿Quieres?
— Yo… ¡Por supuesto!
Casi de un salto, el chico se puso de pie, dejando el ramo apoyado en el marco de la puerta, y la cogió por la cintura, dándola vueltas por el aire hasta marearse. Ambos cayeron al césped de la entrada de la casa, riéndose. Él la miró. Los últimos rayos del sol iluminaban sus ojos, dándoles una intensidad que la encandilaba. El chico la miraba con una gran sonrisa en los labios, y poco a poco fue acercándose a los suyos.
Fue un beso dulce y calido, como la brisa del verano al atardecer.
— Mi novia dulce y cariñosa, ¿quieres que salgamos a cenar a un sitio dulce y cariñoso?
— ¿Dulce y cariñoso? Pocos sitios hay así.
—Cualquier sitio en el que estés tú será así.
— ¡Oh! Entonces me parece bien.

2 de septiembre de 2010


Gol. Gente gritando. Alegría.
El chico de los ojos azules mira encandilado la pantalla. Por fin, después de más de sesenta minutos de partido, su equipo mete gol. Llevan una temporada bastante mala, pero si consiguen meter un gol más remontarían.
Detrás de él escucha ruidos en la habitación de Sean. Seguramente esa noche se hubiese llevado a alguien a casa. Escucha como la puerta se abre a sus espaldas y, sin despegar los ojos de la televisión, levanta la mano para saludar.
— ¿Ya estás con el futbol? Que raro…—dice Sean a sus espaldas con cierta ironía.
— Sí, tío, es que juega mi equipo. Ya sabes.
— Quiero presentarte a alguien.
— ¿Una amiguita tuya? ¿Qué pasa, no le gustó como la tratabas? Ya te he dicho que a veces eres un poco brusco con las damas —contesta, aún mirando a la pantalla.
Una chica carraspea a sus espaldas.
Esa voz le suena. Mejor dicho, ese carraspeo le suena.
Se gira lentamente, intuyendo a quien se va a encontrar. Parada al lado de Sean se encuentra ella. Lleva el pelo recogido en un moño informal, algo desecho, y lleva la ropa bastante arrugada. Le mira con una expresión extraña. No sabría decir si es sorpresa o disgusto por habérselo encontrado allí.
— ¿Ella? ¿Es con ella con la que has estado esta noche?
— ¿Celoso? —pregunta ella levantando las cejas.
— ¿Os conocéis o es solo mi impresión?
— Nos conocemos —contesta el chico de ojos claros.
— Bueno, me tengo que ir — dice Sean pasándose la mano por la cabeza — te acerca él a casa, ¿vale?
Hace ademán de darle un beso en la mejilla pero en el último momento se gira y sale por la puerta de la calle.
— ¿Qué haces aquí? ¿Te acostaste con él?
— No te incumbe.
— No, tienes razón. Pero nunca pensé que una chica aburrida como tú hiciese algo “malo”.
— ¿Aburrida como yo?
— Sí. Admítelo, no tienes mucha vida social, sino no te pasarías el día tocando el violín o bailando esa cosa.
— Ballet.
— ¡Ves!
— ¿ves, qué?
— Que hasta me corriges cuando no me sé el nombre bien. Si tuvieses vida social te daría igual como lo dijese y, desde luego, no estarías aquí.
— ¿y donde se supone que estaría según tú?
— Yo que sé. En casa del chico ese. Aunque me pregunto como llegaste aquí.
— No te importa— contesta ella poniéndose de espaldas.
— Por el olor que desprende tu ropa, diría que te emborrachaste. ¿Por qué?
— Me apetecía. No soy tan aburrida como tú piensas.
— ¿No? Demuéstralo.
— Vale. Vámonos.
— ¿Dónde? —Pregunta el chico sorprendido.
— ¡Sorpresa! —dice mientras se dirige hacia la puerta de la casa.




— Esto no es lo que tenía en mente, desde luego —dice Nate atándose una cuerda a la cintura.
Ambos están subidos a un gran puente. Debajo de ellos corre furioso un gran río. A su alrededor solo hay montañas y árboles. Por encima de ellos pasa, de vez encunado, algún pajarillo cantando alegremente. Detrás, un chico diciéndoles lo que tienen que hacer y que no les va a pasar nada. Por ese puente no pasan muchos coches, por lo que están más tranquilos que si la gente les estuviese mirando.
— No debí hacerte caso.
— Demasiado tarde, chiquitín —contesta la pelirroja con una gran sonrisa en los labios.
— ¿has hecho esto alguna vez?
— Nunca. Pero siempre tiene que haber una primera vez.
Ambos terminan de sujetarse bien los arneses. Y cuando el chico les dice que ya está todo bien tensado y listo, se preparan para el gran salto.
Nate se gira para contemplar la cara de la chica. Esta tiene una gran sonrisa en los labios, pero no de felicidad, sino más bien, de nerviosismo. Antes de que pueda decirla nada, ella avanza un poco y se deja caer.
— Esto es genial —grita la chica mientras se precipita al vacío.
Pronto la cuerda la da un tirón, cuando ya no puede seguir bajando. Ella grita de alegría, y no para de reírse a carcajadas. El pelo rojizo brilla intensamente con los rayos del sol.
— ¿Te tiras o no, pardillo? —grita desde abajo mientras aún sigue balanceándose ligeramente bocabajo.
Nate coge aire. Aún no estaba seguro de querer hacer aquello. Miles de dudas le asaltaron de prono la mente. Pero ella seguía allí abajo, riéndose de él.
Avanzo un poco, cerró los ojos y se dejó caer.
Una sensación de libertad le invadió durante los escasos segundos antes de precipitarse hacia abajo. La adrenalina le invadía completamente. Lo único que veía era como el suelo se iba acercando poco a poco, pero un tirón le recordó que estaba atado a una cuerda y que, esta vez, no tocaría el suelo. Giró la cabeza, buscando a la chica. Allí estaba ella, mirándole con una de las mejores sonrisas que no había visto nunca.
— Esto es genial. ¿Quién es ahora la aburrida, eh?
— Me has sorprendido.
Ella le dirigió una última sonrisa, antes de empezar a gritarle al chico que se encontraba arriba que podían subirles.